La censura y el lobo

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(27 DE JULIO 2022) Por Violeta Vázquez Rojas Maldonado.

 

La censura y el lobo

 

El título de este texto es, claramente, una referencia a la fábula clásica de Pedro y el Lobo. Para mantener la analogía, debió llamarse “Pedro y la Censura”, pero elegí este otro fraseo por temor a que el más cercano al original no se entendiera. La idea central es, como seguramente adivinarán los lectores, que a este gobierno se le ha acusado tantas veces –y por tantas razones– de censura, que el día en que realmente nos enfrentemos a un acto de censura no vamos a saber reconocerlo. Por otro lado, hay fenómenos propios de la comunicación en redes que vician el debate público y que, si no logramos distinguirlos de la censura, no los alcanzaremos a entender y probablemente tampoco a solucionar.

Pongámonos de acuerdo en algunos términos. La censura es un acto de poder, una decisión vertical y deliberada mediante la que un censor suprime un acto de comunicación por considerarlo inadecuado, dañino o inconveniente. Hay muchas posibles motivaciones para censurar o autocensurarse. Hay actos de censura por razones comerciales (como cuando se suprime la mención de una marca registrada) o morales (como cuando se editan las palabras “malsonantes” de una intervención en un programa) que tendemos a ver más como una convención aceptada que como un atentado contra las libertades.

Pero cuando hablamos de “censura”, especialmente en referencia a la que –real o presuntamente– ejerce una autoridad, nos referimos a la que tiene motivaciones políticas o ideológicas, y más específicamente, solemos designar con ese término a los actos que violan el derecho constitucional, y humano, a la libre expresión.

Cada tanto tiempo regresa al debate público la acusación de que López Obrador censura, estigmatiza y acosa a sus críticos. El tema no se va a ir pronto de la mesa, en parte, porque quien tiene vocación de incordiar con el gobierno actual siempre encontrará alguna manera de responsabilizarlo de una supuesta pérdida de libertades, pero además, porque en la sociedad hay una preocupación genuina por la defensa del derecho a la libre expresión. En esa defensa hay conceptos fundamentales y conquistas innegociables, pero también hay términos resbalosos cuya definición cambiante suele impedir la claridad de las posturas. Cuando esto pasa, lo mejor es evaluar la situación a partir de casos concretos. Analicemos tres.

Hace casi dos años, en agosto de 2020, la Secretaría de la Función Pública, en ese tiempo a cargo de Irma Eréndira Sandoval, impuso a la revista Nexos una sanción que inhabilitaba a la editorial para recibir contratos del gobierno federal por dos años y además la obligaba a pagar una multa de 999.440 pesos. La razón, alegaba la institución, era que la editorial había entregado un documento falsificado al IMSS, con el que firmó un contrato de publicidad por adjudicación directa en 2018, todavía en la administración de Enrique Peña Nieto. Cuando se dio a conocer la resolución de la SFP, los opositores al presidente inmediatamente clamaron que el propósito de la sanción era amedrentar a la revista, pues, como se sabe, la mayoría de los autores que allí publican son críticos del gobierno actual. El director, Héctor Aguilar Camín, declaró que “La sanción que Nexos recibe ahora es sintomática de la atmósfera de hostilidad contra los medios críticos que impera en el Gobierno”. Se vaticinó lo peor: que la revista, sin contratos de publicidad gubernamental, y ahora objeto de lo que consideraban una persecución política, pronto dejaría de circular. No fue así: unos meses después de impuesta la sanción, en noviembre de 2020, el Tribunal Federal de Justicia Administrativa otorgó a la editorial una suspensión provisional de las sanciones impuestas; en marzo de 2021 la suspensión fue definitiva, y dos años después la revista no ha dejado de publicar un solo número.

Otro caso ampliamente discutido fue el de las acusaciones que profirió el presidente López Obrador contra Carlos Loret de Mola, a quien le dedicó frecuentes segmentos de su conferencia matutina durante los meses de marzo y abril de este año. Los señalamientos acerca del origen de los altísimos ingresos del comunicador motivaron incluso una campaña de defensa bajo el lema “Todos somos Loret”, a la que se sumaron figuras públicas y no tan públicas que acusaban al presidente de atentar contra el periodismo y contra la libertad de expresión. A cada acusación, Loret de Mola le dedicó respuestas vehementes en su plataforma Latinus, frente a cientos de miles de seguidores, sin dar visos de sentirse reprimido. Antes al contrario, probablemente ser el centro del debate público le permitió llegar a una audiencia más nutrida que de costumbre.

Hace unos días, durante la conferencia matutina, la periodista Reyna Haydée Ramírez, de la Red de Periodistas de a Pie, le reprochó al presidente el haber sido víctima de censura. En su extenso alegato refirió haber tenido que ampararse, porque –argüía– durante varios meses no se le permitió siquiera entrar a Palacio Nacional: “me tuve que amparar, presidente, hay censura”, fueron sus palabras. El suceso interesa porque en este caso la acusación viene de una periodista de un calado muy distinto al de los dos casos mencionados previamente: Ramírez, al contrario de Aguilar Camín o Loret de Mola, es una periodista forjada, no al amparo, sino a pesar del peso de los medios corporativos, con preocupaciones auténticas por cubrir temas que la prensa tradicional ha marginado, como la defensa del territorio de los pueblos yaquis, por poner un ejemplo. Tampoco se trata de una persona que se haya enriquecido a costa de una profesión que otros aprovechan para vender su voz o su silencio a conveniencia. Vale la pena, pues, analizar su intervención con detalle.

El intercambio entre Ramírez y el presidente fue poco afortunado, pues la periodista no atinó a concretar una pregunta, sino que enlistó una serie de temas a los que no era posible dar una respuesta específica. Aún así, cuando el presidente trataba de contestar, Ramírez interrumpía sistemáticamente, con lo que la conversación se tornó imposible. La acusación central fue que estaba restringida a asistir a la conferencia matutina sólo una vez al mes, y por lo general le tocaba en viernes. A esa situación, derivada de una cierta logística –tal vez mala, tal vez injusta–, Reyna Haydée Ramírez la llama “censura”, incluso cuando, paradójicamente, lo expresa de manera abierta frente al presidente y su audiencia multitudinaria.

Elegimos los dos primeros ejemplos por ser los más mediáticos, y el último, por ser el más reciente. Ninguno de ellos se puede calificar como censura, pues no implicaron la supresión de actos de comunicación de los periodistas, ni se ha coartado su libertad de expresión. El problema de acusar censura donde no la hay es que nos volvemos incapaces de reconocerla cuando estamos ante casos auténticos que así merezcan llamarse. Y, de manera concomitante, llamar a cualquier cosa “censura” nos evita buscar un mejor nombre para otro fenómeno muy propio de las redes sociodigitales que, sin ser una censura por parte de una autoridad, envilecen de manera preocupante el debate público.

Las declaraciones del presidente tienen un peso mayor que cualesquiera otras en la opinión general, y disparan un eco entre sus simpatizantes y una aversión entre sus detractores que, lamentablemente de manera cada vez más frecuente, terminan en un alud de descalificaciones y hasta amenazas. Las reacciones a la intervención de Ramírez en la conferencia, por ejemplo, fueron desde la extrañeza o la desaprobación expresadas legítimamente por algunos, hasta la burla, el insulto y el escarnio, sin escatimar en tintes racistas, clasistas y machistas, completamente inaceptables, vituperados por otros.

Me parece innegable que en esta administración se garantiza más la libertad de expresión que en cualquier otro momento de la historia reciente. El debate público no sólo se respeta, sino que se alienta, por una combinación de circunstancias: por un lado, una determinada convicción política y por otro, un acceso cada vez más generalizado a las redes y medios digitales. Pero esto no quiere decir que automáticamente desaparezcan las múltiples fuerzas de coerción que se ejercen, deliberada o inadvertidamente, sobre las manifestaciones periodísticas o políticas diversas.

En un entorno en el que millones de personas tienen plataformas y motivación para expresar lo que piensan, las reacciones en masa, tanto de los opositores como de los simpatizantes del presidente pueden ser abrumadoras, incluso violentas, y es común que haya quienes prefieran dejar de expresarse abiertamente con tal de no ser aplastados por una avalancha de agresiones digitales. Creo que este fenómeno es complicado y preocupante y debemos hacernos cargo de él. Llamarlo “censura” y atribuirlo a un solo individuo es no reconocer su origen y su dinámica y, en última instancia, negarse a resolverlo.

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