(08 DE FEBRERO 2023) Por Violeta Vázquez Rojas Maldonado.
La exigencia o el diálogo
La ceremonia del 106 aniversario de la Promulgación de la Constitución de 1917 estuvo marcada -porque ahí se concentró la atención de la prensa y de las redes sociales- en descifrar el mensaje que envió -queriendo o sin querer- la ministra Norma Piña, presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, al no levantarse de su asiento, como dictaba el protocolo, cuando el Presidente López Obrador se integró al presidium. También evitó mencionarlo al iniciar su discurso, que dirigió sucintamente a las ministras y ministros y a los consejeros de la Judicatura Federal. Estas omisiones no tardaron en interpretarse, por unos, como actos heroicos en defensa de la independencia del Poder Judicial y, por otros, como mera altanería. Además de eso, siempre existe la posibilidad de que no hayan sido ni una cosa ni la otra, y que las interpretaciones simplemente reafirmen lo que cada parte quiere leer de antemano. Pero, en todo caso, el énfasis de este texto no está en lo que quiso o no quiso decir la ministra, sino en otros dos discursos del evento que parecen más reveladores e importantes: el de Santiago Creel y sus agudos contrastes con el de AMLO.
En la medida en que Creel vaya haciendo más evidentes sus aspiraciones para ser el candidato de la alianza opositora a la presidencia en 2024, sus discursos irán perfilando de manera más franca cómo quiere ser percibido. De su discurso del domingo 5 de febrero podemos advertir la intención de presentarse como un conciliador en tiempos que la propia oposición (no así el obradorismo) ha insistido en calificar de “convulsos” y “polarizados” – cualquiera que sea el significado de esa palabra-.
El discurso de Creel duró un poco más de quince minutos y en él repitió las palabras “diálogo” y “dialogar” veintitrés veces. Y no es que los discursos consistan de sumas cuantificables de palabras, pero el uso reiterado de un término que hace mucho tiempo perdió preponderancia en el discurso político evoca la imagen de quien desempolva y se vuelve a poner un traje viejo, conocido pero largamente olvidado, más propio de aquellos tiempos de principios de este siglo, conocidos como “de la transición democrática”.
Creel quiso, como suele hacer AMLO, traer lecciones desde la historia. Pero para él la historia se explica, al menos según lo que contó este domingo, como momentos donde las partes “dialogaban” y momentos en los que “fracasaba el diálogo”. Según Creel, el México independiente “nació de un diálogo”, y de ahí en adelante se desencadena una serie de sucesos que describe como momentos en los que hubo diálogo -pero no por ello se alcanzó la paz- momentos en los que no hubo diálogo -y por lo tanto, se desató la guerra- y momentos donde por fin el diálogo triunfó sobre el desacuerdo -y de ahí emerge, según explica, la Constitución-. Predeciblemente, para Creel, el momento actual es uno donde no impera el diálogo.
Es curiosa esta fascinación de Santiago Creel con el diálogo, porque cuando fue Secretario de Gobernación, en el sexenio de Vicente Fox, el diálogo estaba sobrevalorado en el discurso, más no en la práctica, y para muestra tenemos la sordera de las autoridades con los ejidatarios de Atenco. Eso que llamaron “diálogo” resultaron ser acuerdos entre élites y nunca incluyó las demandas populares.
El contraste con el discurso de López Obrador es evidente. AMLO, como es su costumbre, también se remite al relato histórico, pero, al contrario de Creel, resalta las confrontaciones como el motor de las políticas progresistas. En algún momento dice: “Si de algo sirvió la división entre los revolucionarios tal vez fue que la oposición de Francisco Villa y Emiliano Zapata obligó al moderado bando carrancista a tomar decisiones más radicales, de mayor profundidad”, como la abolición de la esclavitud en las haciendas o la promulgación de la ley agraria que entregaba tierras a los campesinos. Para AMLO, estas leyes fueron producto, no del diálogo -palabra que ni menciona-, sino de la exigencia.
López Obrador dedicó su discurso a describir la orientación “nacional, popular y progresista” de la Constitución de 1917, y a relatar cómo, durante los 40 años de gobiernos neoliberales, todas las reformas que se aprobaron fueron en contra de este sentido. Hizo un recuento de los cambios legales -algunos constitucionales- emprendidos a partir de 2018, que han tratado de rescatar el espíritu del texto original. Entre los más emblemáticos están el haber elevado a rango constitucional el derecho a las pensiones de los adultos mayores y las becas de los estudiantes pobres. Este derecho, dice AMLO, no es letra muerta, sino que se condensa en la obligación de los gobiernos a no destinar menor gasto en estos rubros que el aprobado en el periodo previo. También menciona la revocación de mandato, la ley de consulta popular y la reforma constitucional que permite a las fuerzas armadas ejercer tareas de seguridad pública. Todo esto importa porque, después de los intentos fallidos de aprobar las reformas constitucionales en materia de energía, de Guardia Nacional y la reforma político-electoral, pareciera, según la narrativa de los medios y las redes, que López Obrador no pudo consolidar su proyecto transformador en leyes. Y la verdad es que sí lo ha hecho. Los cambios que puede presumir AMLO tal vez no son producto, ni del diálogo, ni de la falta de él, sino de la exigencia y de la legitimidad que le otorga contar con un consenso mayoritario. Ese al que las minorías, sólo cuando pierden una parte de su poder, le exigen dialogar.