(23 DE FEBRERO, 2022) Por Violeta Vázquez Rojas Maldonado.
La carga de la prueba
Es un principio jurídico y lógico que quien afirma algo tiene la responsabilidad de probarlo. A esto se le llama “tener la carga de la prueba”. En el ámbito legal, este principio se relaciona con la presunción de inocencia: en una situación ordinaria, las personas somos inocentes; acusar a alguien de haber cometido una falta o delito es, entonces, algo no ordinario, y quien lo hace tiene la obligación de comprobarlo. En la argumentación cotidiana, la carga de la prueba descansa sobre un principio racional. Nadie tiene obligación de probar lo que se asume como verdadero -por ejemplo, que mañana va a salir el sol-, pero sí aquello que aporta información novedosa o fuera de lo esperado -por ejemplo, que mañana un meteoro va a estrellarse contra la Tierra-.
Lo que acabo de decir debe ser tan obvio que habrá quien piense que desperdicié un párrafo diciendo algo que todos sabemos. Y eso está bien: así es la lógica, tan irrefutable como poco informativa. Sin embargo, en los últimos días pareciera que ciertos actores políticos parapetados tras medios de comunicación corporativos olvidan la racionalidad de sus audiencias y hacen pasar como “notas” aseveraciones que no cumplen con la mínima base -jurídica, lógica y ética- de ofrecer las pruebas de sus afirmaciones. Pondré dos ejemplos.
El viernes 18 de febrero, Joaquín López-Dóriga afirmó desde su cuenta de Twitter: “Pedro Miguel, intelectual orgánico de @lopezobrador_ con el que come paella en su palacio, viajó a Moscú en secreto para canjear el TP-01 por helicópteros rusos pero fue un fracaso y culpó al secretario @Luis_C_Sandoval de no darle la información completa”. Ante lo estrambótico de su aseveración, cientos de usuarios reaccionaron con memes, burlas y chistes. Unas horas después, el comentarista le reprochó a su audiencia: “¿Por qué no salen a desmentir la intervención de Pedro Miguel para en intercambio con los rusos del TP-01 y solo a insultar? Porque no pueden. El caso llegó la mañanera de seguridad” (las erratas están en el original).
Lo desconcertante no es que López-Dóriga mienta, pues para esto suele no mostrar reserva (baste recordar que el 5 de diciembre de 2021 acusó falsamente a Andrés Manuel López Obrador de viajar en “un simulador” que era, en realidad, un tren). Lo extraño es la soltura con la que, después de arrojar un bulo, le exige a la gente desmentirlo. Como si no fuera la obligación de él, quien primero lo puso sobre la mesa, el aportar las pruebas de su dicho. Con la mano en la cintura, y además presentándose como víctima del muy merecido escarnio que le profirieron sus lectores, López-Dóriga se desentiende de su responsabilidad como comunicador y le asigna la carga de la prueba a quien, según él, no puede desmentirlo. En un intercambio racional de ideas, lo que hizo López-Dóriga es el revés de la razón, es decir, es absurdo.
El segundo caso es esa pieza de comunicación (me cuesta llamarla “periodística”) acerca de la renta de una casa en Houston por parte de Carolyn Adams y su esposo, José Ramón López Beltrán. Resumo la historia a partir de la síntesis que ofreció Peniley Ramírez, una de sus más conspicuas promotoras: se da a conocer que el hijo del presidente y su esposa habitaron entre 2019 y 2020 una casa “muy lujosa” (sic) en Texas, que era propiedad de Keith Schilling. El señor Schilling fue, hasta finales de 2019, un alto ejecutivo de la empresa Baker Hughes que, a su vez, ha sido contratista de Pemex. La empresa recibió ampliaciones de contratos con Petróleos Mexicanos en los años en los que la pareja vivió en la casa mencionada. Puestos así los hechos, la cadena de inferencias es predecible: el hijo y la nuera de López Obrador ocuparon la casa a cambio de que la empresa para la que trabaja el dueño del inmueble recibiera contratos cuantiosos de una empresa del Estado mexicano. Para que esa cadena de inferencias funcione, es necesario omitir que el ejecutivo Schilling no estaba asignado a la zona de Latinoamérica (que incluye a México), que la empresa Baker Hughes ha sido contratista de Pemex desde hace más de 60 años, que ha recibido ampliaciones de contratos no solamente durante 2019 y 2020, sino también en otros sexenios, notablemente en los de Calderón y Peña Nieto, que la pareja de inquilinos firmó un contrato de renta y pagó por usar la vivienda, que la renta de la casa se realizó a través de un agente de bienes raíces y no directamente con el dueño, etc. Si esta información hubiera figurado en la primera versión del “reportaje”, la trama que lleva a deducir un supuesto conflicto de intereses no se habría podido sostener.
Pero, una vez más, lo que desconcierta es que los autores de esta historia lograron armar un relato omitiendo información deliberadamente, y exigiéndole al presidente, al arrendatario, a los inquilinos, al director de Pemex y a la empresa contratista que desmintieran las inferencias a las que llevaban los datos parciales que conformaban la pieza.
Más pasmoso aún fue leer, de parte de varios ciudadanos críticos, que estos últimos actores (y no los comunicadores que elaboraron y difundieron la historia) eran quienes tenían la carga de la prueba: que los arrendatarios tenían que mostrar la ausencia de un conflicto de intereses, mientras que a los medios no se les exigió con suficiente vehemencia probar la solidez de sus conclusiones. Haber dejado pasar esta responsabilidad fue desastroso pues, posteriormente, cuando finalmente cada uno de los involucrados salió a desmentir la insidia, la respuesta de los medios fue que la documentación está incompleta, que los agentes inmobiliarios retiraron la casa del mercado de rentas, pero no escribieron en la base de datos la palabra “rentada”, que los auditores de la empresa Baker Hughes que declararon la ausencia de conflictos de interés no son confiables, etc.
Así puesto, cada nueva información es motivo de una nueva sospecha y esto se vuelve cuento de nunca acabar. Como audiencia debemos ser suficientemente firmes para exigir que los medios respalden sus dichos con documentación, como lo hace la prensa seria. Caímos en el juego de responsabilizar al acusado de probar su inocencia cuando todas las leyes de la razón dictan que debe ser al revés. El principio de la carga de la prueba no sólo es un pilar de lo justo y de lo lógico, sino también la regla de oro de la buena crítica.
Violeta Vázquez Rojas Maldonado es Doctora en lingüística por la Universidad de Nueva York. Profesora-investigadora en El Colegio de México. Se dedica al estudio del significado. Ha publicado investigaciones sobre la semántica del purépecha y del español y textos de divulgación y de opinión sobre lenguaje y política.