–¡Don Beto, don Beto, ya no vamos a usar burros para cargar la mercancía! ¡Ya podemos sacar a los enfermos! –aparecía un muchacho corriendo, emocionado.
Y don Beto, anciano y humilde, salía de la tienda que se llamaba “La Mercantil” a recibir al muchacho. “Qué pasó”, le decía en ese comercial.
–¡Ya tenemos carretera! –decía el muchacho de bigote y ojos verdes.
–Y ahora qué mosca te picó –respondía el viejo.
Y luego el muchacho le contaba de la supuesta carretera, del programa Solidaridad de Carlos Salinas y del progreso. Y don Beto lloraba, emocionado. (Y con él, mi amigo y otros millones engañados por la Televisa salinista).
Pobre don Beto. Unos cuantos años más adelante, él y el muchacho, mi amigo llorón y yo y usted y todos los mexicanos-por-nacer-en-las-siguientes-diez-generaciones quedaríamos endeudados.
Ni carretera, ni progreso, ni nada: sólo deuda. Y deuda de la peor: de la que no es de uno sino del otro que es más vivo que uno; deuda de ricos que se hacen más ricos pasando sus deudas a los demás.
Allí está, pues. Por eso digo que es un periodo complicado de explicar. Y todo en nombre de “la izquierda” o de un “centro-izquierda” simulado, para beneficio de un puñado.
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Ora, me distraje. Vuelvo a los marcianos.
Habría que explicarles que, al mismo tiempo que el PRI y sus paleros se apropiaban del discurso de la izquierda en el neoliberalismo, la derecha mexicana se expandía hacia un “centro democrático” o “centro progresista” que en teoría se preocupaba, o así se predicó, por “las causas de las mayorías”. Era la misma derecha de siempre, pero “ahora con causa”.
La derecha tomó prestadas las greñas y las camisas a cuadros; las plumas de los intelectuales y los pantalones de mezclilla y las botas raspadas. Y con las consignas de la izquierda se lanzó a la conquista de las mayorías, siempre con una zanahoria del “progreso” por delante. Las mayorías no se salvaron de la miseria, pero ellos se salvaron de pagar impuestos y se comieron el granero de don Beto a puños. (Y ahora sí, don Beto, a llorar por buenas razones).
Y entonces, en ese caldo conveniente de “centro” cupo un multimillonario hijo del privilegio lo mismo que un político tradicional con ambiciones tradicionales: hacerse rico. Y en ese caldo de centro se acomodó el otro que piensa que es la encarnación de la democracia, tal cual, y se vende –a la fecha– con el argumento de que la democracia radica en él y un puñado de asalariados en el INE.
El gran problema de este país, como vemos, es un virus que infectó a la política: la simulación. Simularse de izquierda, simularse solidario y simularse afín a los pobres; simularse demócrata, simularse buena ondita y simularse libertario. Porque simular ha sido el más grande negocio de nuestros tiempos. Esa élite se ha comido el pastel completo simulando que es por el bien de todos. Y me permito poner unos ejemplos a los marcianos; es una selección, apenas.
Una élite transfiere sus deudas personales a las mayorías y tenemos el Fobaproa, es decir, un súbito endeudamiento de todos los ciudadanos que no tienen mansiones, limusinas o yates pero que llevan desde 1995 pagándolos.
O un político impopular lanza una guerra sangrienta para salvar “a la gente”, pero en realidad es para salvarse él, distraer para que no lo echen a pedradas por robarse una elección.
O, bueno, los programas contra el hambre o de vivienda para esconder estafas maestras.
O reformas “estructurales” para beneficiar supuestamente a la gente, pero que tienen como objetivo repartir la riqueza nacional entre un puñado.
Y todo eso –ojo, marcianos– “en beneficio de la gente”, en solidaridad con los pobres.
Y todo eso –ojo, marcianos– desde el centro más progresista y democrático.
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Retomo un ejemplo que sirve: Roberto Hernández. Los marcianos se preguntarán quién es ese hombre que se vendía en el pasado como “nacionalista” y que hoy ocupa infinidad de patronatos y su nombre está escrito con bronce en museos mexicanos; quién es ese “filántropo” que apoya pobrecitos expresidentes desvalidos lo mismo que campañas políticas del PAN. Y aquí aprovecho, en este ejemplo, para explicar algo que fue común.
Hernández se hizo multimillonario en apenas dos décadas al amparo del poder, sirviendo y sirviéndose de Carlos Salinas, Ernesto Zedillo y, sobre todo, de su amigo Vicente Fox. Tuvo un banco, Banamex, que vendió en 2001 a Citigroup, el muy nacionalista, con todo y edificios y arte Patrimonio Cultural de la Nación. Ese año, Fox le condonó tres mil millones de dólares en impuestos apoyado en una treta: que fue una operación bursátil y que “no generaba” gravámenes.
Rico como pocos, Roberto Hernández regresó después de dos años de viajar por el mundo. Pero ahora con disfraz de filántropo. La filantropía, por si ustedes no lo sabían, permite a los multimillonarios deducir impuestos. Imagínense el negociazo de alguien como él: te condonan dinero que era de todos los mexicanos; usas una parte pequeñísima de ese dinero para poner tu nombre en bronce en un museo y el dinero de tu placa en bronce también es deducible de impuestos.
Pues bien, estimados marcianos, desde hace algunas décadas la filantropía se volvió el deporte favorito de los multimillonarios. Y se sienten y se dicen, aunque ustedes no lo crean, de centro-izquierda, un caldo tan conveniente para los desvergonzados.
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Y es así como el centro se volvió una zona de confort para muchos en México. Intelectuales, académicos; intolerantes del tipo Jorge G. Castañeda y odiadores de la calaña de Gabriel Quadri; periodistas, supuestos activistas y acomodaticios; rectores de universidades, comentadores e incluso ultraderechistas se acomodaron en un supuesto centro-cuasi-izquierda para simular una súbita preocupación por los vencidos. Con cientos de millones de pesos de fideicomisos o directamente del Gobierno nacieron como hongos las organizaciones civiles de todo tipo y para todos los males… para salvarse ellos del pago de impuestos y para financiarse, con la mentira de que salvaban a México.
Y es aquí donde debo disculparme con los marcianos, mis despistados favoritos.
Empecé preguntándome cómo explicarles, durante su visita, qué es “la izquierda mexicana”. Y terminé, creo, dejándolos más confundidos porque durante décadas, con paciencia, las élites extendieron su zona de confort hacia el centro y hasta incluso comerse, según ellos, una parte de la izquierda. Felipe Calderón decía, al asumirse como Presidente de México, que intentaría rebasar a sus contrincantes por la izquierda. Y debo reconocer que una parte de su enunciado era verdad: intentaría, sí. Pero desató una tragedia de enormes dimensiones tratando de similar interés por las mayorías. Esa tragedia que vivimos hasta nuestros días.
En el spot de la Televisa salinista, don Beto y el muchacho justificaban sus supuestas lágrimas con el clásico “me entró un basurita a los ojos”. Con la basurita me despido aceptando que, sin querer, le conté a los marcianos más sobre la derecha simuladora que de la izquierda como tal. Espero que no sea su única visita al planeta Tierra. Luego que regresen, si no quedan asqueados, les cuento (más basurita en los ojos) de qué sí va la izquierda.