El frágil equilibrio de la protesta

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(09 DE MARZO, 2022) Por Violeta Vázquez Rojas Maldonado.

 

El frágil equilibrio de la protesta

 

Es un contrasentido pensar que una protesta puede ser absolutamente pacífica, al menos desde una noción gazmoña de “paz” que equivalga a eludir toda posible molestia. La protesta, por definición, es disruptiva, es una alteración del orden contra el que se tiene algo que manifestar. Algunos dirán que toda disrupción del orden es, en algún grado, violenta. Dicho eso, siempre habrá una tensión entre la protesta como ruptura de la normalidad y la contención para no llegar a grados de violencia que pongan en riesgo a la gente y la causa misma por la que se está manifestando. 

Es de todos conocido que la Ciudad de México es el epicentro de un sinnúmero de movilizaciones, pero apenas hace unos diez años es que empezamos a atestiguar cómo, al menos en las protestas más visibles, el grado de violencia ha ido escalando.

Tal vez la primera manifestación masiva de las últimas décadas que fue abiertamente violenta fue la del primero de diciembre de 2012, conocido como #1D, contra la toma de protesta de Enrique Peña Nieto como presidente de la República. Eran insólitas las imágenes de las confrontaciones entre policías y manifestantes en medio de nubes de humo en plena explanada del Palacio de Bellas Artes o en las inmediaciones de San Lázaro. A los actos violentos perpetrados por algunos manifestantes, la policía de la Ciudad de México y la Policía Federal respondieron con detenciones arbitrarias y un uso excesivo de fuerza, al grado de que una persona, el dramaturgo Juan Francisco Kuykendall, fue herido por una bala de goma e internado en un hospital donde falleció catorce meses después.

A lo largo de la historia hemos atestiguado la reivindicación del uso de la violencia en diferentes luchas sociales, por razones políticas o éticas, pero cualquiera de estas justificaciones, por válidas o inválidas que sean, siempre topan con una realidad aplastante: la violencia que puedan ejercer los civiles es superada exponencialmente por la violencia con la que reaccionan las fuerzas del Estado. 

Tal vez por eso el llamado a la manifestación pacífica sea en gran medida una postura estratégica: no es porque se condene a priori el uso de la violencia, sino porque a fin de cuentas, esta elección termina mermando la efectividad de la protesta, pone en riesgo a quienes se manifiestan y socava la firmeza de sus demandas. La tensión entre lograr una protesta visible y efectiva y al mismo tiempo evitar la reacción desproporcionada de la autoridad constituye un juego de equilibrios frágiles.

Después de la amarga lección recordada en el infame #1D, las protestas multitudinarias, para las que no faltaron razones durante el sexenio de Peña Nieto, trataron de regresar a un cauce menos arrebatado. Quizá las más emblemáticas fueron las que reclamaban la aparición con vida de los estudiantes de Ayotzinapa. De nueva cuenta, la sociedad desplegó todos los recursos de su imaginación y su experiencia para llenar las calles con música, flores y pancartas, aunque ya eran ineludibles ciertos actos efectistas hacia el final de las marchas, como el incendio de la Puerta Mariana de Palacio Nacional en noviembre de 2014.

El 16 de agosto de 2019 las cosas dieron dos giros importantes. El primero es que una movilización de mujeres que denunciaban los abusos de unos policías de Azcapotzalco en contra de una menor de edad dañaron las instalaciones del transporte público y prendieron fuego a las oficinas de la policía en la calle de Florencia, cerca de la Glorieta de los Insurgentes. El segundo es que, contrario a lo que solía pasar en administraciones anteriores, el gobierno de la Ciudad de México no ordenó el uso de la fuerza pública. 

Las dos posturas eran, en ese momento, comprensibles, pues la indignación por los crecientes feminicidios y otros actos de violencia contra las mujeres convocaba de parte de las manifestantes medidas extraordinarias que dieran idea del impacto de la violencia en la vida de las personas y también que llamaran la atención sobre una protesta que de otro modo bien pudo haber pasado inadvertida. Por otro lado, el gobierno de la Ciudad de México se reconoce como emergido de un movimiento social que, precisamente, se forjó en las calles con manifestaciones pacíficas y como acto de congruencia no podría llamar a reprimir una protesta ciudadana. 

A partir de entonces, las protestas feministas, aunque conformadas por grandes mayorías pacíficas, se han distinguido, al menos en la Ciudad de México, por la presencia de algunos grupos que reivindican el uso de la acción directa y que suelen tener como blanco a las mujeres policías y los edificios o monumentos públicos. La narrativa que sostiene esta reivindicación es que las mujeres viven sometidas a unos grados de violencia tales que, en comparación, dañar un edificio público no debería ser siquiera preocupante.

Una consecuencia lamentable de esta narrativa es que los reclamos justos y urgentes de miles de mujeres que exigen justicia y acción de las autoridades ante los feminicidios, desapariciones, abusos, violaciones y otros tipos de violencia machista son opacados en los noticieros nocturnos por escenas de agresiones y enfrentamientos, mientras la sociedad juzga que la policía no hizo lo suficiente por contener a las manifestantes, o bien que hizo demasiado para provocarlas. 

En vísperas de la manifestación de ayer, la Secretaría de Seguridad Ciudadana de la Ciudad de México (SSC) hizo un despliegue de transparencia que no se había visto antes. El jueves 3 de marzo organizó un diálogo en el que se encontraron mujeres activistas y mandos policiacos femeniles. En esas conversaciones, activistas y policías, como la directora de la Unidad de Policía Metropolitana Femenil, Itzania Otero, expresan unas a otras sus preocupaciones y buscan puntos de acuerdo. Las mujeres policías les aclaran a las activistas que ellas también son feministas y que a diario luchan contra la opresión patriarcal en la sociedad y especialmente en su lugar de trabajo. Dos días antes de la manifestación, Marcela Figueroa, Subsecretaria de Desarrollo Institucional de la SSC dio a conocer en una conferencia de prensa cómo sería el operativo policiaco de ayer: tres mil elementos equipados con escudos y toletes y 400 extintores cuyo llenado fue verificado por organizaciones de derechos humanos. 

La manifestación del 8 de marzo de 2022 no sólo fue exitosa por multitudinaria, sino porque el ruido de los actos violentos fue apenas audible. Más allá de algunos eventos aislados muy lamentables, el foco estuvo en las demandas de las mujeres, su música y sus consignas. No decayeron en ningún momento la indignación y la rabia, pero la manifestación tomó, como es usual, formas ingeniosas, conmovedoras, creativas y desgarradoras. Por primera vez pareciera que autoridades y manifestantes llegaron a un acuerdo: que las voces de las mujeres se escuchan más contundentes sin el ruido atronador de la violencia. 

 

 


Violeta Vázquez Rojas Maldonado es Doctora en lingüística por la Universidad de Nueva York. Profesora-investigadora en El Colegio de México. Se dedica al estudio del significado. Ha publicado investigaciones sobre la semántica del purépecha y del español y textos de divulgación y de opinión sobre lenguaje y política.

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