(08 DE MARZO, 2022) Por Fabrizio Mejía Madrid.
¿Por qué salir a votar por un Presidente tan querido?
La respuesta va a la raíz del mecanismo previsto en la Constitución y que llamamos plebiscito revocatorio. Se trata de un proceso que le da a los ciudadanos un control vertical sobre el desempeño de un gobernante. Tenemos los controles horizontales, cuando el legislativo revisa las cuentas públicas del ejecutivo, cuando los jueces se revisan a sí mismos, pero sólo los procedimientos de consulta popular, plebiscito y revocación contemplan la rendición de cuentas de abajo hacia arriba. ¿Qué país seríamos si hubiera existido la revocación de mandato en los sexenios de la guerra contra el crimen organizado de Calderón y la rampante corrupción de Peña Nieto? En esos sexenios, los controles horizontales no funcionaron y tanto el Congreso como los jueces no vieron nada ilegal o inmoral en que el Presidente desatara una guerra contra los traficantes de drogas en un país cuya inseguridad venía de la desigualdad o en recibir sobornos para aprobar leyes o contratos de obra pública.
La revocación de mandato no es un concurso de popularidad, como lo han querido presentar desde la oposición a la 4T los medios corporativos de comunicación y algunos burócratas de élite en el Instituto Nacional Electoral. Con ello banalizan la idea clave: que el poder no es una propiedad de quien gana una elección popular; que el gobernante está sometido continuamente al control de sus ciudadanos; y que un mandato se puede terminar si no se ajusta a los compromisos adquiridos durante la campaña electoral. El ejemplo mexicano es el de la guerra contra los narcotraficantes emprendida por Felipe Calderón quien, además, había cometido un fraude electoral con la complicidad de la autoridad electoral: jamás habló de ese proyecto durante su campaña y, todo lo contrario, su lema era que prometía ser “el Presidente del empleo”. Tan sólo 10 días después de tomar posesión por la puerta de atrás del Congreso, Calderón decretó en Michoacán dicha guerra. Evidentemente estaba incumpliendo con sus propias promesas. El otro caso es el del Partido de la Revolución Democrática. Un día después de la elección de 2012 en cuya campaña había reivindicado posturas socialdemócratas, firmó, junto con Acción Nacional y el PRI, el Pacto por México que iba a desmontar lo que faltaba de la soberanía energética, privatizar la educación pública, y aumentar los impuestos a las clases medias y pobres. Ninguno de sus candidatos habló de esa renuncia programática en la campaña electoral y evidentemente cayó en una traición a su electorado.
Por ello, la revocación de mandato es un control democrático desde abajo a la tentación de que el poder ganado en las urnas sea un cheque en blanco por seis años, donde se puede traicionar lo que se prometió en campaña y aún ir en contra de lo que se propuso. En estos oscuros sexenios, quien debió utilizar el poder de revisión fue el Congreso pues tiene la facultad de aprobar el juicio político. Pero no fue así y, por ello, entra en acción, ahora con la democratización de la democracia en México, el poder que legitima por excelencia: la ciudadanía, que toma en sus manos la posibilidad de reaccionar ante una traición de los gobernantes a la confianza. “Pérdida de la confianza”, dice la redacción de las opciones en la boleta.
Cuando hablamos de confianza en política nos referimos a la que uno practica con familiares y amigos en el ámbito privado. Es una relación que tiene tres lados: se deposita la confianza en las intenciones de quien la recibe. Es decir, A confía en B para hacer X. Las expectativas residen en los compromisos de quien recibe la confianza de actuar, al menos en parte, de acuerdo a los intereses de quien confía en él. Este es un conocimiento, no un afecto o inclinación. Si el que recibe la confianza es estable y regular en lo que hace y dice, reduce el riesgo de depositarle la confianza. Porque la confianza lleva siempre implícita la acción, el hacer. No es sólo entre A y B sino que tiene un objetivo material. La certeza de que toda confianza implica una acción la deslinda de la mera fe, que sería injustificada. Si no hubiera acciones que justifiquen la confianza, estaríamos hablando de lo que la oposición a la 4T repite: popularidad, dogmatismo, ignorancia de los plebeyos, manipulación de sus sentimientos. Ahí reside parte de la respuesta a nuestra pregunta original. La popularidad es una atracción hacia determinadas características de un sujeto pero no guarda relación con lo que aquí hablamos: la responsabilidad política de un representante y, por consiguiente, de sus representados que refrendan, a la mitad de un mandato sexenal, su compromiso de apoyar los cambios en marcha.
El ejemplo de la diferencia entre gusto y ratificación es el ex Presidente Enrique Peña Nieto. Fue electo con base en su guapura —así lo dice la propia propaganda de los 93 años del PRI—, es decir, el nivel cero de la política, cuando los asuntos públicos se confunden con mercancías y los ciudadanos con consumidores de imágenes. La popularidad no es política sino mercantil y tiene que ver con el gusto, la atracción visual, y la preferencia, en el sentido de tender por un sabor o por otro. Nada de esto tiene que ver con los asuntos públicos donde, como hemos establecido, se requiere de la evaluación de acciones comprometidas para generar confianza. En la popularidad sólo es que A le gusta B, así, sin más. La apariencia de Peña Nieto fue lo único confiable en el tiempo: desmanteló Petróleos Mexicanos, dejó sin trabajo a miles de profesores de educación pública, encubrió la desaparición de 43 estudiantes normalistas de Guerrero, y obtuvo casas a cambio de contratos de obra pública.
Pero tampoco se trata de que un representante sea tu empleado. Esta idea de la derecha más conservadora anula la relación de responsabilidad y compromiso político que existe entre ciudadanos y representantes. “Porque les pago con mis impuestos, son mis empleados”, reza la consigna neoliberal. El vínculo político entre los dos desaparece a cambio de un supuesto contrato laboral de un patrón con sus trabajadores. Esta idea del patrón proviene de los periodos de mayor corrupción entre la administración pública y los empresarios poderosos: que el funcionario público haga lo que le dictan sus patrocinadores, los que pagaron su campaña, los que promovieron su imagen en los medios. Se destruye, entonces, la realidad propia de la política: el interés general, la soberanía nacional, y la legitimidad popular. En estas dimensiones de la política no existen contratos ni patrones, sino ámbitos de decisión basadas en, por una parte, intercambios entre promesas y acciones y, por otro, en una construcción futura, una continuidad de la nación en el tiempo. Eso es justo la revocación del mandato: una evaluación de la mayoría entre compromiso y acciones y, al mismo tiempo, la materialización en forma de boletas depositadas en una urna, de un compromiso de seguir, gobernantes y ciudadanos, en el tiempo con lo planeado. Es un vínculo político, no mercantil. Por ello, hablar de que no es necesario el ejercicio de revocación de mandato porque el Presidente es muy querido y tiene un nivel de aceptación en las encuestas entre los tres primeros del mundo, es no entender cómo se crea la legitimidad en las urnas, muy distinta de la preferencia de responder a una encuesta por teléfono y decir: “me gusta o no me gusta”. La política no es centralmente un problema de gusto sino de creación colectiva de acciones, obediencias voluntarias, expectativas y sus extensiones en el tiempo, hacia el futuro compartido. Los gobernantes electos no son empleados, son representantes. No son maniquíes con “porte” sino proyecciones del desear colectivo, mayoritario. No son contratos de arreglar la tubería de un baño, como en un contrato, sino de coordinación de acciones en el presente para un futuro en el que convergen gobernantes y gobernados. No hay contrato de plomería que especifique que el empleador es corresponsable de que corra el agua por las tuberías. Esto sólo se verifica en la política donde sufragantes y sufragados adquieren, mediante una boleta depositada, un compromiso en el tiempo. La revocación es la posibilidad legal y pacífica de dar por roto ese compromiso o de reforzarlo. De eso estamos hablando. No de popularidad ni tampoco de rescindir un contrato. Estamos hablando de A, B, y X. De esa relación política que es la creación neta de legitimidad a la mitad de un periodo de gobierno y, por supuesto, de su continuidad en el tiempo, de esa idea de nación, de integridad de sus funcionarios, de soberanía, de interés general —que no es la suma de intereses particulares— en el conocimiento de los ciudadanos, en su sentido común.
El inmediatismo de la oposición les ha hecho creer que pueden socavar la revocación de mandato diciendo que es un intercambio clientelar. Pero se enfrentan a una legitimidad política que tiene continuidad en el futuro. No es la aprobación, es el compromiso. Buena parte de los que van a votar por la ratificación en el cargo de Presidente de México lo harán pensando, no sólo en validar y refrendar el plan en marcha en estos tres años, sino en un futuro deseado, sin corrupción ni tenebras. La idea de un país más justo se prolonga en el tiempo como deseabilidad política, ni mercantil ni laboral. He ahí su fortaleza. La oposición confunde esa idea con un culto a la persona de Andrés Manuel López Obrador y no a lo que representa, lo que existe entre la mayoría que lo confirma, convalida y respalda. Es un nuevo arraigo, no en torno al nacionalismo revolucionario de las estatuas y conmemoraciones en tiempos del Partido Único, sino del papel de los plebeyos, los siempre excluidos de la esfera pública, en la construcción de la república. El arraigo republicano ya no es servil al presidencialismo sino un resultado de la politización. La participación política tiene lo que ninguna actividad mental, emocional, y material contiene en la vida privada: poner en la mesa nuestros conflictos y, a partir, de ahí dilucidar una acción que la disminuya o remedie. La propia puesta en juego de esas contradicciones es, en sí misma, una acción política. La derecha conservadora la confunde con rencor, envidia, e insubordinación y lo es pero, en la república, eso no tiene nombres irracionales y furibundos, sino aspiraciones colectivas de justicia. Por eso tampoco les funcionan sus categorías de cuando existía la “dictadura perfecta” que ahora dicen añorar. Dicen que los que irán a votar a favor de que se quede el Presidente del obradorismo responden a la inmediatez de “lo clientelar”, es decir, a los programas sociales. Confunden las realidades una vez más. Para que haya una clientela, debe existir quién selecciona a qué grupo se le otorga un beneficio. Con los programas sociales del obradorismo estamos hablando de derechos constitucionales, es decir, cuyo cumplimiento es obligatorio y el que quede excluido puede reclamar su derecho. Lo tratan de hacer ver como que los votantes irán a sufragar por agradecimiento, por un intercambio, pero se les escapa que los derechos no se agradecen sino que se ejercen. Se les escapa que, en su búsqueda de encontrarle la cuadratura al círculo del cambio en México, se les perdió el tan temido triángulo de la confianza.
Fabrizio Mejía Madrid (Ciudad de México, 1968). Es un escritor y analista político. Ha sido colaborador de La Jornada, Proceso, Gatopardo y El País, entre otros.