“Nos creímos intocables y el amor se nos murió”. Del extraño reflujo de la neutralidad periodística

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(10 DE FEBRERO, 2022) Por Fabrizio Mejía Madrid.

 

“Nos creímos intocables y el amor se nos murió”. Del extraño reflujo de la neutralidad periodística

 

 

“La historia de la prensa en México es la historia de la censura”, escribió en 2003 Carlos Monsiváis en un libro brillante, salvo por su título: Tiempo de saber. Desde el cierre de los periódicos liberales ordenado por Antonio López de Santa Anna y Porfirio Díaz hasta el golpe contra Excélsior con Luis Echeverría, pasando por los hermanos Flores Magón, el ámbito de la libertad de expresión mexicana está lleno de prisiones y silenciamientos monetarios. Es la historia de un modelo de control. Baste recordar que el papel para imprimir los diarios era un insumo que el gobierno podía negarse a entregar, a través de la empresa que lo importaba de Canadá, PIPSA; que los voceadores de Enrique Gómez Corchado pertenecían al sindicato del PRI, quien podía decidir no distribuir un impreso; y que durante décadas la censura previa se ejerció a través del director de Comunicación Social de la Presidencia que levantaba el teléfono para amenazar y/u ofrecer sobornos.

La Cámara de la Industria de la Radio y Televisión que vetó de sus espacios a muchos comunicadores; la publicidad oficial como cohecho; el otorgamiento de contratos de obra pública, concesiones de taxis, gasolineras, penales federales, y las condonaciones de impuestos a los dueños de los medios; y el Día de la Libertad de Expresión como celebración unánime de la estatura moral del presidente en turno, eran las rancias vías en las que periodistas y políticos se mezclaban para acordar cómo seguirían construyendo uno de los pilares del sistema del Partido Único: manufacturar el consenso.

Este modelo de control, que pasó de sobornar a los medios de comunicación a incorporar a sus dueños a la élite económica, también corrió del “si no lo publicamos no existe” al “si no pago por los elogios no los siento sinceros”. Pero, si de 1940 a 1988, la idea era ajustarse a lo aceptable según el presidente, la jerarquía católica, y el Partido, a partir de Carlos Salinas de Gortari y hasta la fecha, la idea es formar parte de un país habitado sólo por una minoría que se considera “moderna” y “global” porque consume las mismas marcas que sus contrapartes en Houston o Miami, mientras la mayoría vive en una localidad perdida llamada “Mexiquito”. Si en el periodo de la “libertad condicionada”, el periodismo era el desciframiento del carácter, intenciones, y planes del presidente en turno, en el del consenso neoliberal se veneró la mercadotecnia como la encarnación de “valores” de un Ejecutivo que no podía ser más que una marca de prestigio. Los medios habían dejado de ser “soldados del Partido” a ser entusiastas de la desregulación y la modernidad globalizada; de ser militantes del Partido a formar parte de la élite privilegiada, representada por un señor bien vestido que viajaba en un avión estrafalario.

Ahora que las coordenadas han cambiado, los medios corporativos, pagados con similar discrecionalidad a la del PRI, pero sin que sepamos realmente el nombre de quién les deposita —fundaciones internacionales, el Departamento de Estado de los Estados Unidos, organismos como el USAID—, recurren a autonombrarse con los estereotipos más básicos de lo que se entiende por periodismo. Paso a recapitularlos.

 

“Soy tan neutral que no reflejo en el espejo”

Si uno mira con cierto detenimiento la historia de la idea del periodismo se pueden ubicar tres formas de entenderlo: como alegato judicial para probar un caso; como exhibición de la maldad intrínseca de la política y sus artífices; como recolección de denuncias y demandas no atendidas. De la primera, la judicial, se desprendió la idea positivista de la objetividad periodística, según la cual, los “hechos están ahí” para ser expuestos y tu propio juicio o los intereses corporativos de tu medio no intervienen en el proceso de interrogación de la realidad. A esa idea judicial se le añadió con los años la del “balance” que sería la inclusión de “todas las partes” con desapego de todas ellas. Así, decirse “neutral” es, en realidad, una defensa previa a toda crítica, toda vez que naturaliza la idea muy rentable comercialmente de que el periodista está en el centro de los conflictos, sin parpadear, ni intervenir, ni tener un sesgo. La neutralidad es sólo un lema publicitario porque, ¿cómo podría ser neutral un comunicador en medio del racismo, de la explotación o del clasismo? ¿No sería eso naturalizar la desigualdad y la injusticia poniéndola como “sólo una opinión”? Por su parte, el “balance” sería la selección de voces en pugna para la cual tendrías que detentar una visión periférica, subterránea, y aérea de la realidad nacional. El ejemplo son esas mesas de debate donde de cada 10 comentaristas, 8 repiten como verdad la posición de su propio privilegio con los matices que les daría su propia decencia. Los otros 2 se la pasan desmintiendo noticias falsas que se presentan como evidencias comprobables. Tratándose de la idea del periodista como abogado en un tribunal, no debiera verse mal que defiendas a tu cliente aunque sea culpable.

A la segunda forma de entender el periodismo, la de la política como intrínsecamente mala, le llamaremos de “poder exclusivo” porque dicen “incomodar al poder” cuando sólo lo hacen con el presidente de la república. Además de que fastidiar o incordiar no es una línea editorial, sino un efecto no deliberado de publicar la verdad, estos corporativos de medios consideran que no existe más poder que el electo, que el poder es malo aunque sea legítimo; y que los empresarios, las factureras, los narcos, y los propios dueños de medios no son parte del sistema de obediencia que habría que revisar, exhibir, pedirle cuentas. Son privados y, por ello, sus decisiones de poder son intocables.

Cuando, como ahora, tienes a un poder electo y legítimo que trata de ponerle límites al poder económico y de la fuerza de las armas, y sólo revisas a una persona, en realidad, estás sosteniendo lo que quieres que permanezca oculto en la intimidad del antiguo régimen. Si sólo el presidente hace política, entonces, ¿qué será lo que hace Mexicanos Contra la Corrupción e Impunidad de Claudio X. González o la Coparmex o TV Azteca?

La última de las formas de entender el periodismo, la de “dar voz a los que no la tienen”, a pesar de su condescendencia, ha probado ser una forma de democratizar la denuncia. El problema en esta 4T es que los medios le han dado voz a quienes se autoconsideran víctimas: la señora que dice que es “racismo” que le digan “güerita” en el tianguis; el constructor que no salió ganador en el concurso de obra pública; el intelectual que cree que lo persiguen por sus ideas y olvida que es por un delito contra sus propios empleados. La víctima a la que se “le da voz” debe cumplir con la agenda mínima opositora: ambientalista para quien no existe Iberdrola, feminista antiderechos reproductivos, enfermo sin medicamento, historiador desmentido en la conferencia mañanera. Ni una sola palabra sobre los plebeyos, los que históricamente han sido oprimidos y ninguneados.

Pero ninguna de estas formas podría presentarse hoy como “neutral” habida cuenta no sólo de su sesgo ideológico o mercantil, sino sobre todo porque forman parte de la disputa por el lenguaje público. Pongo un ejemplo: llamarle “golpe de Estado” a un acuerdo del gabinete presidencial para acelerar las obras públicas es entrar de lleno en la lucha política por el significado, el alcance y la importancia de las palabras que se eligen para interrogar a la realidad.

 

“Censúrame, otra vez”

Para que haya censura debe existir una forma de coerción. Tiene que haber una institución o varias que ajusten lo que se dice, se ve y se publica, al modelo de lo aceptable. No hay censura donde no existe la coerción y sus dispositivos, que pueden actuar desde el poder político o económico con la supresión de espacios de expresión; con la ley, en el caso de la difamación; o por “seguridad nacional”, como sucede en el caso de los Estados Unidos y el Instituto de la Transparencia. Tampoco es una facultad exclusiva de los gobiernos. Los aparatos más censuradores de la historia han sido las corporaciones y las iglesias.

Por eso, cuando hoy se grita: “¡Censura!” cuando lo único que ocurrió fue una conferencia donde el presidente replicó a una nota falsa, mostró la información oficial, y exhibió al medio que mintió, se está invocando su nombre en vano. Censura son los cierres de periódicos, la eliminación de frecuencias o páginas de Internet, el encarcelamiento de difusores de información, como Julian Assange. Son las 37 veces que Filomeno Mata fue a la cárcel por pedir sufragio efectivo desde el Diario del Hogar. Son los 300 arrestos de Daniel Cabrera por opinar contra Porfirio Díaz desde El hijo del Ahuizote y El Colmillo Público. No que se desmienta a Loret y López-Dóriga. En la réplica y el desmentido, no hay coerción. Se dice que es el lugar —el pódium del Palacio Nacional— el que tiene mucho peso. Si consideramos que el 96 por ciento de los mexicanos ven noticias por la televisión comercial y existen sitios periodísticos de YouTube con 10 millones de suscriptores, que las mañaneras las vean medio millón, no sustenta tal afirmación. Pero lo que es ya una ruindad es que se trate de vincular los desmentidos de noticias falsas con los asesinatos de periodistas en los municipios de la república. Según los datos de Artículo 19, de los 94 periodistas asesinados en los sexenios de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto (el 63 por ciento de los que se han contabilizado desde el 2000), el 70 por ciento eran activistas en la defensa del territorio, denunciadores de las ligas entre las policías municipales y el crimen organizado. Sin una acrobacia mal intencionada, no hay forma de establecer una conexión entre el mundo de los comentaristas arropados por fundaciones internacionales y medios corporativos con esos reporteros precarizados que han sido asesinados.

 

 

El periodista inocente

Se ha establecido una forma existencial del periodista como modesto, de buena fe, transparente e íntegro. El mismo Ryszard Kapuscinsky escribió que no se puede ser cínico y periodista a la vez. Pero, más allá de la necesaria ética personal, existe una probidad profesional que es asumir la responsabilidad de no ser neutral y ser transparente con los propios sesgos. Además de recabar datos, producir nuevos con base en entrevistas, verificar por distintos métodos de comprobación cruzada, presentar voces rivales y elegir con precisión las palabras, con todo eso, el periodismo aún sigue obligado a responder los cuestionamientos que se le lanzan. Y, por supuesto, aceptar los errores. No atribuirlos a una persecución que no es más que la de sus propios fantasmas.

 


Fabrizio Mejía Madrid (Ciudad de México, 1968). Es un escritor y analista político. Ha sido colaborador de La Jornada, Proceso,​ Gatopardo y El País, entre otros. 

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